El Laberinto

El retrato

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(Foto: Especial)
(Foto: Especial)

Capturar nuestra imagen para la posteridad es ganarle la batalla a la vejez, pues estaremos siempre jóvenes en ella; y a la muerte, ya que la imagen permanecerá mas allá de nuestra estancia en este mundo. Es, además, un testimonio de la apariencia, la posición social y de las relaciones personales y de los sitios visitados por el retratado.

Antes de la llegada de la fotografía, era un verdadero lujo pagarle a un pintor para ser retratado y aun en los primeros años, este hecho, asistir a un estudio o contratar a un fotógrafo, debido al tiempo que tomaba el proceso y a lo caro de los materiales, seguía estando lejos de las posibilidades de las mayorías, por lo que era un momento trascendental en la vida de las personas, algo que no se tomaba a la ligera y para lo cual se utilizaban los mejores atuendos, poses y escenografías. De esta época son también las fotografías post mortem, que en un mundo de alta morbilidad que proporcionaba una extraña familiaridad con la muerte, nos muestran a los finados con sus seres queridos y sostenidos con atriles, en un intento por perdurar de alguna manera.

Con la aparición de materiales más baratos y de equipos relativamente portátiles los fotógrafos, conocidos como “de agüita,” debido a que necesitaban una cubeta para revelar las fotos, se lanzaron a las calles, situándose en el bosque de Chapultepec, en la Alameda central, en la Basílica de Guadalupe, la Catedral Metropolitana y los canales de Xochimilco para retratar a los paseantes, dando como resultado pintorescas tomas de parejas con cuerpos de cartón, niños abrazando a los reyes magos o montados en una mula el jueves de corpus u orondos peregrinos posando cerca del recinto de “la virgencita.”

Después vinieron las cámaras de fácil manejo, pero que necesitaban un rollo, por lo que los flamantes fotógrafos familiares capturaban cumpleaños, ritos de paso como bodas, bautizos o quince años y celebraciones familiares como la navidad o el año nuevo. Yo nací en esta época por lo que casi todas las fotos de mi infancia tienen como telón de fondo algún festejo. Este tipo de retratos tenían en su contra lo amateur de la persona detrás de la cámara y la triste posibilidad de tener los intentos limitados en número, dándonos fotos de personas sin pies pero con mucha pared sobre su cabeza, de gente distraída, o con los demoniacos ojos rojos provocados por la luz.

Actualmente con las cámaras digitales, que ya cuentan con una considerable memoria y con la opción de observar lo que hemos retratado antes de imprimirlo, con el uso masivo de las redes sociales para compartir imágenes y con la incorporación de cámaras en todos los equipos celulares, el retrato ha perdido la solemnidad, la importancia y el alto costo y nos ha contagiado a todos de un tremendo afán de estar tomándonos fotos todo el tiempo y sin ningún motivo, solo para confirmar nuestra existencia o lo agradable de nuestra vida ante los demás. Esta avalancha de retrato hace que me pregunte ¿Cuántas y cuáles de estas fotos llegarán a la posteridad? Me entristece pensar que tal vez las futuras generaciones conserven de nosotros fotos sosteniendo una cerveza o “selfies” sensuales tomadas en el baño.