Entre caminantes te veas

Cancionero

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Desde que ella lo abandonó, una sola idea ocupó su mente: encontrarla.

Sin pensarlo dos veces, empacó lo indispensable en una mochila, se echó la guitarra al hombro —compañera incansable— y comenzó a andar. Cantaba en las esquinas, en los autobuses, en los cafés al aire libre, en los parques y en las plazas; caminaba día con día mirando cada rostro de mujer que encontraba a su paso, buscando esos ojos impenetrables en los que tantas noches bebió cacao con leche tibia. Eran tantos los ojos escudriñados que terminó por perderse en tantos iris coloridos, en tantas pupilas diferentes. Observó los labios buscando aquellos que tantas veces habían apagado la sed de los suyos, cada boca tenía un encanto propio, pero no era la que él buscaba. Ningunas manos llenaron las suyas con tanta exactitud como las perdidas, no hubo otro par de piernas que lo sostuvieran con la misma firmeza y calidez. Ella era única, necesaria y definitiva para poder vivir.

Recorrió un camino tras otro sin éxito. Su cabello comenzó a pintar canas, profundos surcos rodearon sus ojos, sus piernas se cansaban cada vez más pero nunca dejó de caminar. No lo detuvo la lluvia, ni el sol. Tampoco el hambre o la enfermedad…era un cancionero vagabundo en busca del amor que un día perdió.

En las noches de luna y estrellas escribía canciones que hablaban del dolor de haberla perdido y en las que delineaba sus rizos oscuros, la breve cintura y esa sonrisa que tantas veces ahogó sus tristezas.

Llegó a Guanajuato en pleno Cervantino por quinta vez, sabía que era posible encontrarla aquí porque ella era bohemia como las calles de esta capital y misteriosa como la calle subterránea. El Cervantino era música, alegría, gritos, profanación, arte, dolor y pasión… igual que ella.

Así que día tras día cantaba pulsando las cuerdas de aquella guitarra en tanto gruesas lágrimas corrían por sus mejillas. Mucha gente le daba monedas, era común que las chicas le invitaran una copa, le pagaran una cena, o lo invitaran a pasar con ellas una noche en la que sus lágrimas eran enjugadas con aquellos labios nuevos permitiéndole sentirse vivo a través de la melancolía de encuentros furtivos.

Esa mañana en aquel concurrido café una mujer madura y solitaria escuchaba el canto de aquel hombre intentando esconder sus penas entre el pan untado con mantequilla y el café negro sin azúcar. Su cabello ahora estaba demasiado corto, teñido de rojo para ocultar el blanco que imperaba , los labios temblaban definiendo aquella boca ansiosa cubierta de líneas de expresión, el cacao con leche tibia de sus ojos seguía humeando en espera de que quisiera bebérselos. Mas, cuando él se acercó a ella en busca de una moneda ni siquiera la miró.

Siguió su camino al lado de la joven rubia de la mesa vecina, que cautivada con su pasión y emocionada con su tristeza, se ofreció a lavar sus penas con caricias y a quitar de su corazón el moho que aquel aseguraba lo estaba cubriendo alarmantemente.

A veces los caminantes olvidan la meta a través del camino… o tal vez la meta era solo el pretexto para vivir andando, para existir cantando…