Entre caminantes te veas

Mascarada

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(Foto: Archivo)
(Foto: Archivo)

Amanda tiene la certeza de que vivimos en una mascarada en donde el maquillaje y las sombras definen el valor del personaje. Nadie conoce mejor las imperfecciones del ser humano como ella que se gana la vida disfrazando esos pequeños defectos que tanto atentan contra el auto estima de sus clientes. Era la maestra de lo aparente. Dominaba las fórmulas precisas para cambiar el negro más profundo a un rubio perfecto o la técnica adecuada para que los castaños se volvieran cobrizos. Con reflejos o luces, con mechas de color o en un solo tono, ningún desafío era capaz de doblegar su eficiencia.

Sabía, como si fuera una vidente consumada, que quien entraba a su establecimiento con cabello lacio pagaría por salir con rizos bien definidos, si por el contrario, el pelo era chino habría que poner a calentar la plancha para dejarlo liso y estirado. Nada escapa a la habilidad obtenida a lo largo de veinte años de continua labor.

Era como la maga que con dos pases mágicos y un poco de dolor hacía aparecer sobre el rostro cejas perfectamente delineadas o largas y enchinadas pestañas enmarcando los ojos. Los labios delgados se engrosaban al contacto de su pincel así como el cabello largo cambiaba a corto y el corto se acrecentaba con la ayuda de unas buenas extensiones.

En tanto afeitaba, pintaba, limaba y despuntaba escuchaba los problemas de cada día, casi siempre iguales en el fondo aunque diferentes en la forma, pero invariablemente presentes. A veces era la falta de salud, otras el desamor, la inconstancia, la rutina, la familia, uno mismo, el mundo entero, el vecino o hasta el mismo Dios. Cambiaba la causa, pero lo que no tenía variación era la existencia de un culpable (y esta culpa siempre recaía en los demás).

Amanda los escuchaba pacientemente, asentía, los dejaba hablar y desahogarse. Cada vez que un vello era expulsado de la piel una nueva tristeza afloraba. Cuando la bata era retirada y el espejo mostraba la nueva imagen las selfies no se hacían esperar para mostrar en el Facebook los cambios cargados a la tarjeta de crédito, las sonrisas estudiadas aparecían y el cliente salía del establecimiento disimulando sus cargas para enfrentar la vida con un rostro aparente que servirá como el mejor de los escudos.

Cuando al fin terminaba la jornada. Amanda cerraba el local, caminaba entre las calles adoquinadas de la ciudad dejando tras de sí la música de las estudiantinas y las carcajadas de la juventud que iba y venía, siempre en grupos o en parejas, porque no hay nada más difícil que enfrentar el escenario a solas. Después de tantas confesiones, de las filosofías surgidas al calor del agua tibia humedeciendo los dedos y entre el brillo del aluminio en el cabello, finalmente llegaba a su casa y cerraba la puerta tras de sí dejando a los actores frente a los telones invisibles representando su propia obra al amparo de la luz de los faroles.