El Laberinto

Flores

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Para Pedro Sala

Solemos dar por hecho el amor de familia, como si fuera algo que viene escrito en los genes y que por estar ahí para nosotros podemos subordinar a nuestras metas, a nuestros vínculos fuera de ese círculo, algo que se mantiene ahí como si no necesitara cuidados, como si no debiera ser regado, abonado y entregado desinteresadamente como las flores.

Él no cultivaba las flores, se las compraba a alguien para ayudarle de un modo digno, como hizo toda su vida con una lista enorme de personas y si la alegría que entregaba al vendedor cada semana con una venta segura no fuera suficiente para ser reconocido como una buena persona, armó alrededor de esas frágiles plantitas, un ritual completo que mantuvo en primavera permanente la sala de mi abuela durante lustros, sin importar que la oficina desde la que salía y que se encontraba cerca había cambiado de lugar, sin importar que el cansancio llegaba o que la colonia se iba haciendo cada vez más complicada para estacionarse.

Llegaba por la tarde, con su pasito cansado de rodilla que dio mucha guerra en sus buenos momentos, siempre arreglado con su pantalón de vestir y sus camisas claras, las mejillas afeitadas   y el bigote cano funcionando como un sombrerito para aquella sonrisa, burlona pero llena de bondad, que rara vez quitaba y cargando un ramo de rosas, que iban cambiando de color a capricho de la temporada. Nunca esperó a que fuese una fecha en particular o a que algo le ocurriera a sus hermanas para llevar los ramos, la ocasión especial eran las flores y el momento se repetía cada jueves, acompañado de un intercambio de noticias, un informe de achaques y una infinidad de risas.

Lo que pasaba durante ese lapso era la transformación de mi abuela, que contenía las ganas de fumar para no preocuparlo, pero que en cambio, quedaba con un ánimo y una salud renovadas, y después de ello era el arreglar las flores para que duraran, porque el hecho de que fueran constantes no las hacia menos importantes. La mayoría quedaban perfumando la sala, como para compartir la alegría con quienes entraran, pero siempre reservaba una para ella en otro florero que siempre estaba cerca de ella.

Las flores, igual que nosotros, son efímeras y cuando dejan de estar en el florero, se quedan en el corazón de quien las recibió y de todos aquellos que sintieron su fragancia. Se pueden extrañar, pero su verdadero valor residió en estar.