Ecos de Mi Onda

La Mordaza

Compartir

La pregunta es, ¿quién está promoviendo la ignorancia? Bueno, esas organizaciones que tratan de mantener las cosas en secreto, y esas organizaciones que distorsionan información verdadera para hacerla falsa o desvirtuada. En esta última categoría, está la mala prensa.

Julian Assange (1971) Programador, periodista y activista australiano

Hablar de las tragedias humanas en estos tiempos aciagos en los que nos está tocando vivir, es prácticamente una redundancia. Bien se ha dicho que incluso que algunas sentencias y preceptos populares, requieren de un cambio de significado, pues por ejemplo decir que “todos vamos en el mismo barco”, no expresa en forma justa los acontecimientos de alcance mundial, ya que si bien el sufrimiento por la pandemia está extendido con una cobertura global, no todos tenemos los mismos medios para soportarla, de tal forma que lo más acertado sería expresar que, en efecto, todos navegamos en el mismo mar turbulento, pero en realidad, hay de barcos a barcos para navegarlo.

Esta terrible pandemia que se ha sostenido por un período de casi un año sin reducciones significativas, sino por lo contrario, con repuntes y el riesgo de extenderse a una mayor parte de la población, ha provocado resultados nefastos, con cifras que dan escalofrío, particularmente porque la humanidad, en cierta forma, consideraba que fenómenos epidemiológicos como el actual estaban superados y que la ciencia hoy en día era capaz de resolver con agilidad y efectividad, cualquier brote potencialmente pandémico, con una seguridad que ahora nos suena a arrogancia. Cierto que los científicos de todo el mundo hacen esfuerzos notables por desarrollar vacunas y medicamentos que puedan resolver esta lamentable situación en el menor tiempo posible y si bien varias empresas indican con certeza tenerlos listos, lo cierto es que el grueso de la población mundial tardará todavía algunos meses, como para contrarrestar de forma efectiva, los daños provocados por el coronavirus.

Por lo pronto, los expertos en epidemiología han reducido su participación a disculparse de continuo por los errores en los pronósticos formulados por sus modelos estadísticos y ceñirse a ser voceros de la fatalidad, como simples informadores de los números funestos del día y acumulados en función del tiempo, con respecto al número de contagios y defunciones, número de camas, respiradores y pacientes en terapia intensiva, felicitándose nerviosamente porque según los reportes oficiales, los espacios aún no han sido rebasados. Por otra parte, se ocupan además de tratar de inyectar optimismo anunciando que las vacunas pronto, muy pronto, estarán disponibles, generando por desgracia falsas expectativas en la población, que cansada y angustiada sueña con condiciones que le restauren la normalidad perdida.

A otros expertos (o los mismos) les da por hacer comparaciones con las cifras, como si se tratara de competencias deportivas internacionales, las olimpiadas de la pandemia, con banderas e himnos, tratando de supuestamente destacarse como los mejor librados en las comparaciones. Realmente un cuadro indigno de un sistema de salud de cualquier país, incluso de los más avanzados en ciencia y tecnología.

En México los resultados se pueden definir ciertamente como catastróficos, o más, si aplicamos otra palabra justa para señalarlo, y esto de acuerdo con las cifras calculadas previamente por las autoridades, que indicaban hace unos meses que un número de 60 mil defunciones sería eso justamente, catastrófico. Al día de hoy se contabilizan 109,717 defunciones por covid-19, lo que indica que, de seguir las tendencias, en un corto período se duplicará la cifra catastrófica oficial, para llamarla ¿cómo? ¿Aciaga, infausta, maléfica?

A la vista de las evidencias, es claro que en México la falta de planificación ha sido un mal endémico y el concepto de evaluación se ha satanizado desde el interior mismo de los poderes del Estado, señalándola como una herramienta punitiva que debe desterrarse, porque “atenta” contra los derechos humanos de quienes se tienen que ver “sometidos” a ella. Esto, unido al desprestigio de las autoridades gubernamentales y la anemia perniciosa de la estructura institucional del orden público, ha calado hondo incluso a nivel cultural y las expresiones ignorantes y arrogantes de los políticos en funciones así lo hacen ver, sin que les importe que este tipo de actitudes acomodan perfectamente para promover la irresponsabilidad social, que ha ido permeando hacia una desvirtuada conducta individual en muchos aspectos funcionales.

La normatividad establecida oficialmente ha resultado ser una simulación, que por su ambigüedad se puede ajustar, más que al genuino interés social, a propósitos grupales dispersos, acomodados frente a las aciagas circunstancias, para de alguna forma sacar ventaja. Esta ambigüedad surge de la falta de un plan estratégico nacional para el manejo de la pandemia, la ausencia de convocatoria expresa por parte de la máxima autoridad del país, extendida específicamente a las autoridades de todos los niveles, expertos epidemiológicos y líderes de opinión, para reunirse en una mesa auténtica de trabajo y debatir hasta encontrar con lujo de detalle, los puntos centrales de atención, definir las normas y criterios bajo un pacto general y operar eficientemente los acuerdos normativos en todo el país, incluyendo los matices regionales.

A falta de esto, las experiencias que contempla la sociedad a través de los medios resultan absurdas. Un alto funcionario público en un recinto institucional, negándose flagrantemente a cumplir las disposiciones sanitarias de uso de cubrebocas, porque el mismo subsecretario de salud y responsable nacional del manejo de la pandemia así lo dictamina, pero va más allá, afirma que la intención de obligarlo a usar cubrebocas erosiona sus derechos y se convierte en una “mordaza que atenta contra su libertad de expresión”. La negación del presidente de la república a usar cubrebocas es asimismo desalentadora, ya que, tras casi un año de crisis epidémica, por fin se dispuso a “dirigirse a la nación” con este tema y después de meses de asegurar que todo estaba bajo control, acepta que la situación parece desbocarse y presenta un “decálogo” de preceptos (ya antes reiteradamente enunciados), para mitigar los contagios, con la novedad de incluir puntos sensibleros, como: – Dejar los regalos de navidad para otro momento. “Regala afecto, cariño, amor, no lo compres” -, pero olvidándose obcecadamente de incluir la utilidad del uso de cubrebocas, tan igualmente desdeñado por el subsecretario de salud, así como de convocar con la urgencia que se amerita, a revisar las estrategias y hacer correcciones pertinentes, resaltando esto, la carencia real de un verdadero plan de acción, evaluable en sus objetivos y metas a períodos determinados.

Otro punto desafortunado ha sido la expresión oficial de “prohibido prohibir”, referida erróneamente a la postura de imponer la autoridad, en el cumplimiento de las disposiciones sanitarias oficialmente establecidas, limitándose a confiar en el criterio y buena voluntad de los ciudadanos. Por supuesto que los ciudadanos responsables acatan las disposiciones de buen grado, estimando que fueron establecidas para bien de la sociedad en su conjunto. Pero esto no es siempre así, con infinidad de casos en los que parte de la población no acepta conducirse bajo la normativa, aduciendo que se restringe su libertad y derechos, configurando un perfil poblacional ignorante y necio apoyado por desgracia, por las mismas autoridades responsables.

La realidad está siendo un golpe demoledor, demostrada por el incremento notable en el número de contagios y lamentablemente, por el número de defunciones que ha enlutado a miles de familias en todo el país. La pandemia ha provocado una parálisis parcial de los motores de la economía, argumento que en algunos casos ha sido el factor principal para activar focos importantes de contagio, con sectores impacientes que no advierten que la solución a corto plazo, requiere, más que premura, la contención de las cadenas de contagio. Es penoso ver que incluso se trata de sectores que fueron creciendo muchas veces de forma ilegal, o cobijados por autoridades gubernamentales, beneficiados por la extensión de permisos al margen del orden público y que su funcionamiento se caracteriza por hacinamiento clientelar en espacios cerrados, condición que intensifica los riesgos latentes de contagio. 

Otro punto significativo se centra en la demanda de solidaridad requerida en los momentos de crisis social, que debería surgir de manera espontánea entre todos los sectores y ciudadanos, en aras de agilizar la solución de los problemas agudos que se padecen. Aquí tampoco se puede apreciar un avance extraordinario, a diferencia de la actitud casi heroica que se llegó a mostrar en episodios trágicos, como los terremotos de alta intensidad sufridos en nuestro país, actitud no mantenida en el plazo desgastante de casi un año de pandemia. Gran parte de la población joven no ha sido capaz de moderar sus ansiedades y decide salir a divertirse sin control, a pesar de los riesgos de contagio y de las advertencias de lo nocivo que esto puede resultar en el núcleo familiar, sobre todo con la gente mayor y vulnerable, que trata de protegerse mediante el confinamiento.  

Las cifras indican que el número de defunciones es proporcionalmente muy alto, para enfermos atendidos en los hospitales públicos, explicado esto por la falta de medicamentos, limitaciones de infraestructura y personal insuficiente para ofrecer atención oportuna y adecuada. En el número de pruebas clínicas, México se ha destacado como uno de los últimos en la lista de los países que realizan menos pruebas, de tal forma que es imposible pensar en procedimientos preventivos de contagio. Las pocas pruebas se realizan en pacientes que muestran signos evidentes de contagio, buscando ingresar a un hospital para un tratamiento que se torna en urgente.  

Es también notoria la mezquindad en indicar con claridad y de manera oficial a la población, la propuesta de un repertorio de tratamientos coherentes, basados en el diagnóstico generado por los síntomas, que en muchos casos difieren de paciente en paciente. Muchos médicos dicen que no hay tratamientos y que sólo queda atender los síntomas oportunamente para tratar de reducir un cuadro de gravedad. Cierto, pero eso es entonces un tratamiento, una línea de acción que es aplicada en los hospitales privados, en los cuales el número de fallecimientos por ingreso es notablemente menor, sólo que se requiere desembolsar una buena cantidad, que bien vale la salud, pero que queda muy lejos de poder ser costeada por un ciudadano común.  Por cierto, esa línea de acción también se aplica en los hospitales públicos, incluyendo un número ilimitado de análisis clínicos, pero sólo a pacientes que son “vitales para el funcionamiento del país”, como son los honorables miembros del congreso y los funcionarios públicos de alto nivel del poder ejecutivo y judicial.

La pandemia no es una mordaza a la libertad de expresión, se puede decir y escribir lo que se quiera, finalmente los foros oficiales tienen el derecho de réplica y rápido descalificarán las objeciones de los adversarios del conservadurismo, afirmando que todo marcha sobre ruedas y que la pandemia cayó, como anillo al dedo.