Ecos de Mi Onda

No hay temor de Dios

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La necedad, el error, el pecado, la tacañería, ocupan nuestros espíritus y trabajan nuestros cuerpos, y alimentamos nuestros amables remordimientos, como los mendigos nutren su miseria.

Charles Baudelaire (1821-1867) Poeta francés.

Ya no hay temor de Dios, ya no hay valores en esta sociedad ¡Qué diferencia en nuestros tiempos! Entonces quien la hacía la pagaba, había autoridad, no eran unos peleles, pero ¿cuándo perdimos el camino? y ahora, ¿hacia dónde vamos Josefina?, casi le gritaba a su mujer, que seguía en la brega de sus quehaceres domésticos ineludibles, oyendo sin entender ni atender, pero asintiendo con la cabeza, ataviada con la chapa de abnegación y sometimiento al marido proveedor y abusivo, a pesar de que la mayor parte de los bienes familiares mancomunados, correspondían a la herencia que ella había recibido a la muerte de su padre, además del estatus social que él utilizaba para involucrarse en negocios jugosos, a veces un tanto cuanto de carácter ilícito, pero sin carga de remordimiento.

Don Ignacio, Nacho para los amigos íntimos, se quejaba del ruido nocturno de una fiesta escandalosa en una casa del vecindario y que, a pesar de las insistentes llamadas a la policía, no había conseguido que fueran a poner orden. Esto lo iba a comentar con su amigo Alfredo, padre de un regidor municipal, para que atendieran sus peticiones sin ninguna excusa de por medio, para esos estaban, para eso se les pagaba, y bastante bien, según le constaba.

Después de comer, el hombre de baja estatura, al salir de casa ya iba desbordado pensando en Lupe y su vestido subiendo lentamente por sus gruesos muslos, hasta casi asomarse las pantaletas, pero reparó en la Cédula de San Ignacio, enmarcada en un cuadro que él mismo colocó visiblemente en la pared del corredor, y la lujuria dio lugar a una pudorosa súplica a su santo tocayo, le decía, para que lo protegiera de los peligros y maldades del mundo, mientras abría el grueso portón.

Salió a la calle silbando algo sin sentido, sólo por silbar, como lo acostumbraba siempre al dirigirse hacia la cafetería del centro, caminando las tres cuadras de distancia, mientras saludaba a los conocidos, en donde se reunía con un grupo de amigos a comentar las noticias del día, escuchar los chistes colorados de Arcadio y las indiscreciones de Roberto. Nacho era el especialista en colaborar con las quejas, comentando en voz alta, rostro adusto y movimientos exaltados de los brazos, lo mal que se estaban poniendo las cosas en la ciudad, la violencia y el crimen, la ineficacia de los gobiernos, entre tantos otros asuntos que iba entresacando al revisar las notas del periódico del día, lo que en algunas ocasiones provocaba acres discusiones, que se disolvían en cuanto aparecía Teresita, muy sonriente y servicial, con los cafés y las cervezas, desviándose el tema de conversación hacia otros puntos. Pero esa tarde iba inspirado y se puso a hablar de Auguste Rodin, ya que la noche anterior había visto un tutorial sobre su obra y hablaba con vehemencia de El Beso, El Pensador y La Puerta del Infierno, pero sin detenerse mucho en el impacto que le había causado la tragedia de los amoríos del gran escultor francés, con su colaboradora y musa Camille Claudel, historia que se reservaba para sí, con la interpretación absurda que le asignaba, hasta como para convertirla en una teatral y tardía aspiración de vida, aun cuando él jamás había podido darle forma ni tan siquiera a una masa de plastilina y su relación con Lupe era grotescamente abusiva.

Oscureciendo la tarde de ese viernes, se despidió de los amigos, fue por su auto y se dirigió a la casa de Lupe, amante por muchos años, en un barrio humilde de la periferia de la ciudad, movido por el deseo de un encuentro íntimo, previamente planeado y latente en el cerebro excitado. La pastillita azul en su lugar, la botellita de whisky, el tiempo pausado propio de sus condiciones de septuagenario, en el que, fantaseaba, la colaboración paciente de Lupe le abriría el momento de dicha anhelado para ese fin de semana. Sin embargo, se le perturbó el ensueño cuando la llave no abría la puerta, a pesar de los esfuerzos y reacomodos tratando de hacerla girar en la cerradura, por lo que se decidió a tocar con fuerza. Tras un momento, observó que la puerta se abría y Lupe asomaba la cabeza para reconocer al que tocaba con tal insistencia. Ignacio, con muy poca consideración, la apartó y se introdujo precipitadamente a la salita, cuestionándola por el problema de la llave, con las prometedoras expectativas transformadas en un alto grado de mal humor.

Lupe trató de calmarse primero, para tratar de explicarle que hacía unos días una pandilla de chamacos había tratado de abrir la cerradura para meterse a la casa, pero que la vecina los sorprendió y les gritó que mejor se fueran porque ya había llamado a la policía y por eso llevó al cerrajero para que le cambiara la cerradura, pero que eso no era lo peor. Antes de que me digas cualquier cosa, anda y tráeme un vaso con hielo ¡pero rápido!, exigió Nacho. Se sirvió medio vaso de whisky y frustrado se dispuso a escucharla. – Parece que Marquitos les dio la llave a los pandilleros, estoy preocupada por tu hijo, Nacho, anda comportándose de manera muy rara. – ¡Te he dicho miles de veces que a mí no me vas a enjaretar a ese escuincle! ¡No entiendes! ¡Quién sabe de quién será, a lo mejor ni tú misma lo sabes! Exaltado la emprendió contra Lupe, descargando su ira, lanzándole injurias punzantes, pero realmente injustificadas – No me ofendas de esa manera Ignacio, te he dado los mejores años de mi vida, ya estoy enferma y cansada. Por favor, habla con Marcos, necesita los consejos de su padre.

Casi no terminó la frase cuando una bofetada la lanzó al suelo y empezó a llorar desesperada. Los gritos llamaron la atención de los vecinos, que se asomaban indiscretos por la ventana y alguien llamó a Pancho, el grandulón y violento hermano de Lupe, que se apareció amenazante ante Nacho, vociferando que se largara y que iba a pagar muy caro esa afrenta, acercándole el cañón de la pistola en las narices. Nacho decidió salir atropelladamente, no tanto por las amenazas, sino por la frustración causada por las molestas circunstancias que le habían modificado por completo las egoístas expectativas de una noche lujuriosa. Ni siquiera había terminado su bebida. De lo que nunca se percató, fue de que Marcos, el rebelde adolescente, había sido testigo del lamentable trance con su madre y su tío.

Pasó la noche incómodo, enojado, pensando en cómo vengarse de Lupe y de su hermano, lo que le habían hecho no tenía nombre, era una afrenta que no podía dejar pasar, así como así. Se levantó muy tarde y luego se dispuso a transitar en la vida con otro sábado anodino conviviendo con su mujer, quien como si sospechara algo, le insistió que, a pesar de que ya tenía la ayuda de una sirvienta, le era necesaria el auxilio de alguien que lavara y planchara. – Nunca supe por qué se fue Lupe, Nacho, ella me ayudaba bastante, dijo Josefina como pensando en voz alta, en tanto él sentía que la sangre le bajaba a los pies. – ¿No la has visto? Me gustaría buscarla para decirle que la necesitamos ¿No crees? No contestó, optó por callar, dejando que pasara lentamente el tiempo, sentado frente al televisor, hasta que llegó la hora de acostarse, el músculo duerme y la ambición descansa, como dice el tango. Durmió bien, en un ligero examen de conciencia, no se encontró con remordimientos que le resultaran una carga pesada, todos sus actos tenían una adecuada, por decirlo así, justificación.

La devoción manda y todo pequeño desliz se puede corregir, para eso está la fe y el hábito de la misa de los domingos. Así que a las seis de la mañana se levantó con renovado entusiasmo y aun cuando no daban la primera llamada con las campanadas, él ya casi estaba listo para acudir a la misa de siete en la parroquia. Iba solo, su mujer tenía ya tiempo de no acompañarlo, debido a las afecciones pulmonares que no le permitían salir temprano al fresco, decía. La mañana era nublada y no había aclarado por completo. Tenía que cruzar por la plaza arbolada, caminaba lento y se sentía cómodo respirando el aire fresco.

Repentinamente sintió un intenso dolor en la parte alta de la espalda y cayó de bruces sobre las baldosas. La sangre le brotó por la boca encharcando el suelo sin que nadie se percatase. Murió casi al instante. La policía realizó algunas investigaciones y en el expediente se anotó que el principal sospechoso era Francisco “N”, individuo que lo había amenazado con una pistola, en una trifulca ocurrida en el domicilio de una antigua amante del occiso. No dieron con el arma y de Pancho se desapareció del mapa.

Los amigos aún le guardan con solemnidad su lugar en las reuniones de los viernes por la tarde, pero el indiscreto Roberto no deja de poner los chismes recientes sobre la mesa, mientras que Arcadio los recarga con su proverbial sarcasmo. Todo sea por el amigo Nacho, que en paz descanse. Josefina lloró ríos durante los funerales y después de una pausa lo suficientemente extendida como para no dar lugar a las malas lenguas, milagrosamente se recuperó de los males y sale con frecuencia a divertirse, eso sí, sanamente, con las amigas.

En esa misa de siete, a la que no alcanzó a llegar Don Ignacio, un jovencito se movía inquieto en la fila, esperando el turno de confesión. A todo mundo le mostraba una singular sonrisa que, fijándose bien, tal vez podría resultar turbadora. Ave María Purísima, expresó el padre. Dime tus pecados hijo. Sí como no padrecito, ¿sabe qué? acabo de matar a un hombre.

Ya no hay temor de Dios, ya no hay valores en esta sociedad.