¿Por qué aplaude la gente en los conciertos?

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Carlos Ulises Mata

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Breve homenaje a Luis Ignacio Helguera

El título que encabeza estas líneas es un homenaje, no por evidente menos sentido, al joven maestro Luis Ignacio Helguera, un excelente escritor y crítico musical mexicano, quien, entre otros libros magníficos de poemas en verso y en prosa, publicó en 2000 un volumen delicioso de “divertimentos, crónicas y ensayos rápidos” llamado ¿Por qué tose la gente en los conciertos? (Aldus). En su corta aunque fecunda vida (murió hace ya siete años, cuando sólo tenía 41), naturalmente Luis Ignacio no logró resolver esa pregunta sin respuesta, como tampoco puede tener respuesta la que hoy, en su recuerdo y homenaje, me hago yo: ¿por qué aplaude la gente en los conciertos si los buenos músicos no tocan para que los escuche esa abstracción llamada público?

Vanessa Pérez, pianista (Foto: Especial)

Del concierto como acontecimiento múltiple

Aunque a veces lo olvidan los críticos musicales (y claramente no pertenezco yo a ese gremio honorable), la asistencia a un concierto nos provee de experiencias que poco o nada tienen que ver con la música, aunque tengan a la música como núcleo de suscitación.

Esa experiencia más allá de la música en medio de un concierto es posible por una razón al mismo tiempo obvia y un tanto secreta: un concierto es un acontecimiento que, si bien principalmente se dirige al sentido auditivo, sólo se cumple a plenitud cuando se le percibe como espectáculo visual e intelectual, como fenómeno orgánico e incluso terapéutico (ciertas profundidades de Beethoven provocan sudor frío; no pocas exploraciones en la oscuridad de Mahler inmovilizan las quijadas; cualquier dosis de Mozart hincha el plexo, purifica la respiración y activa el pensamiento).

Y aun diría más: un concierto alcanza su sentido pleno cuando se le percibe como ritual, suerte de misa laica cuyos misterios oficia un grupo de sacerdotisas y sacerdotes vestidos de gala.

Aceptada la condición ritual del concierto, pronto y claro se observa que el público no debe reducirse a la condición de espectador, sino participar en su cumplimiento, aunque no en la manera en que lo hace el asistente típico (aplaudiendo a rabiar, poniéndose de pie ante el solista que no acaba de recuperar el aliento, tosiendo durante los espacios de silencio), sino a través de la escucha atenta que da paso a lo que podría llamarse un estado de sintonía emotiva, de comunión lograda sobre la apoyatura sonora surgida de la partitura.

Vistas así las cosas, el público tendría que asumir que un concierto no es un acontecimiento preparado para que él lo reciba, ni es tampoco un regalo que se le ofrece, sino una experiencia en la que participa, que sus aplausos y sus perfumes y sus vestidos gloriosos más estorban que ayudan.

En suma, que los músicos verdaderos no tocan para el público (lo cual sería una concesión grosera a la realidad): ejecutan ante la tradición y ante el espíritu del autor o ante los dioses de la música (o como cada quien quiera llamarlo) presentes en la partitura. Y claro, y también, los músicos ejecutan ante sí mismos. Una vez sabido todo lo cual, propongo que no se aplauda en los conciertos sin conocer íntimamente la razón que lleva a cada quien a chocar entre sí las propias palmas a efecto de que de ellas surja un estruendo que casi nadie es capaz de explicar.

Venezuela y Beethoven

Volví a pensar en estas cosas al asistir, el pasado viernes 3 de septiembre al concierto 21 de la Orquesta Sinfónica de la Universidad de Guanajuato, en que la agrupación ejecutó, al lado de la pianista venezolana Vanessa Pérez, el primer concierto para piano de Beethoven y la segunda sinfonía de Brahms.

Los prolegómenos para el inicio del concierto transcurrieron como es habitual: un torrente de señoras perfumadas, de estudiantes universitarios, de turistas despistados y de norteamericanos de San Miguel de Allende invadió poco a poco el Teatro Principal con el primer propósito de ocupar un lugar y de apartar con mochilas y con bufandas y con niños de tres años los asientos alrededor del propio. Pasados los momentos terribles de la disputa de asientos, de los saludos a gritos desde el segundo al primer piso y viceversa y, claro, de las llamadas en alta voz por celular y por esa cosa que chilla y la gente civilizada llama “nextel”, se anunció la tercera llamada y el concertino organizó la afinación desde el Steinway ya abierto y las cuerdas de su propio violín.

El silencio se hizo y apareció Enrique Bátiz seguido de la pianista Vanessa Pérez, una más de las excelentes ejecutantes que ha dado al mundo el envidiable (por excelente) sistema de formación musical de su país, Venezuela.

Y puesto que estas líneas no pretenden ser una pieza de crítica musical, puedo escribir lo siguiente: apenas verla entrar, percibí la imantación que acompaña a Vanessa Pérez allá donde va (a partir de los 8 años ha dado conciertos en todo el mundo), imantación que en un primer momento surge de la alegría de su belleza —y la belleza, claro, es sobre todo una elocuencia involuntaria que se impone sin explicación. Con la misma prontitud, quedé seguro de dos cosas: a la pianista le urgía ponerse ante el Steinway y hallarse con Beethoven y olvidarse del sitio en el que estaba.

Ojos para el que quiera ver: apenas se sienta ante el piano, la venezolana adopta una posición de renuncia y de retraimiento del ámbito que la rodea: se inclina sobre sí misma, la cortina de su propio cabello cae sobre sus pómulos y cierra los ojos. Llegado el momento de atacar, sin abandonar la postura inclinada, la venezolana avanza el tronco hacia el piano y hace como si fuera a acodarse sobre él; al hacerlo, dibuja la trayectoria de una línea que se adelanta y luego se retrae hasta componer un círculo que se completa con la llegada de sus manos al teclado. Y así cada vez que está por iniciar sus intervenciones, las ocasiones suficientes para percibir que ese gesto singular y repetido es uno de los secretos de Vanessa Pérez. Quiero decir, que a través de la retracción sobre sí misma, la pianista reúne la energía que despliega en la ejecución (la imagen del felino antes del ataque se vuelve inevitable); que es un recurso con el cual se concentra en el enunciado sonoro en el que participa, y finalmente, que es al reunirse sobre ella misma como logra el aislamiento soberano —del público y del mundo, del director que gesticula, del niño que llora— en que transcurre su actuación poderosa.

Más tarde observo otro rasgo notable. La intensidad que Pérez exhibe al ejecutar, la hace aparecer en una casi permanente condición extática, aunque sin aspavientos (y nadie lo olvide: está frente a Beethoven). Al verla en ese trance (sus ojos siguen cerrados, su cabeza inclinada sobre su pecho), resulta difícil no darse cuenta de la semejanza que esa tensión establece con los momentos culminatorios del acto de parir, del espasmo sufriente, de la electrocución y del orgasmo. Quiero con ello decir que, en el momento supremo de soledad imantada frente a Beethoven, Vanessa Pérez escenifica un acto generoso de exhibición de su intimidad, diría incluso que de presentación ritual de su desnudez, que claramente contrasta, por ejemplo, con el obligado atildamiento de los músicos envueltos en frac y vestido largo que la rodean.

Una última prueba de lo que cuento viene al final del allegro (y con ello del concierto acompañado por la venezolana). Los muchos asistentes al Teatro compiten por aplaudir más veces y con mayor estruendo; el público de las primeras filas se pone de pie; los que brincaron del estadio a la sala gritan “bravo”. Y ante ello, Vanessa Pérez se sonroja, esconde el rostro en la doble cortina de sus cabellos brillantes, cubre la insinuación de sus pechos en el escote de satín y sale pronto del proscenio por una puerta situada a la derecha. Un minuto después (los aplausos no cesan), desde esa misma puerta Vanessa volverá para dar como encore un joropo venezolano y volverse a sonrojar y volver a salir pronto del escenario.

Entonces todo me queda claro: la pianista no ha tocado para nosotros (¿por qué aplaude la gente en los conciertos?). Tocó para los dioses de la música. Y lo hizo magníficamente.