El átomo y sus revelaciones

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HORIZONTERIO

Paloma Robles Lacayo

22 de diciembre de 2011

Con que era indivisible… Qué ilusión. Y también cuánto consuelo, el de pensar que se había llegado hasta las últimas consecuencias, hasta donde no era posible seguir destruyendo, pero en fin. Al tiempo se desveló que, acaso, esa certeza se alcanzará nunca.

De ahí el nombre: átomo, sin división. Al menos, así era para quienes lo nombraron de ese modo, Leucipo y Demócrito, filósofos griegos, si bien es John Dalton, maestro británico, quien después configuraría una teoría. La ambiciosa sensación de haber llegado a la esencia de las cosas, desde la que todo se explica, el cambio y la continuidad, la que es simultáneamente omnipresente, porque sólo de átomos se constituye la materia, y específica, al entrañar la razón por la que hay sustancias de tan distinta naturaleza. La unidad de la pureza. Es decir, el átomo no deja de ser un muy relevante protagonista: el punto de contacto entre lo único y lo común, el puente que va de la intimidad a la universalidad.

Este ideal de átomo ha sufrido muchas incrustaciones, aunque ya se veía que los elementos (grupos de átomos idénticos) guardaban relaciones de complicidad, incluso algunas muy estrechas y consistentes, o de repulsión inexorable, pero jamás de indiferencia, la que no cabe en el mundo desde donde se abre el entendimiento a esas reacciones.

La verdad va llegando con cuentagotas. Hasta el átomo tiene claroscuros. Se volvió como una pequeña comunidad con muchos rostros, pero en el mapa siempre se había señalado sólo con un punto. Algunos de ellos (los electrones), indescifrables, pequeños, andan con tal soltura y libertad que no es accesible saber, con sincronía, ubicación y velocidad, apenas y pueden perseguirse sus estelas. Queda la esperanza de imaginar nubes en las que tiene sentido asumir su presencia… Aunque su andar no es caótico. Saben muy bien por dónde transitan. Órbitas sin ángulos, caminos tangibles sin intersecciones, muy separados entre sí, tejen una red que alberga al inviolable vacío que celosamente vigilan sin cesar.

El centro es morado por paz y virtud (neutrones y protones, respectivamente). Ellos concentran el peso, pero no el volumen, al que sólo atañe el electrón, cual constructor de un imperio de espacio. Y aunque el corazón sea noble, y en la cubierta domine la carga negativa, la bondad se manifiesta en ella, los electrones ceden, se entregan, renuncian a su identidad para lograr otras conquistas y escenarios de mayores dimensiones, o aceptan a pares extranjeros circulando por sus vías sagradas, para que la fusión ocurra, para que, sea lo que sea que la compañía implique, se descubra aquello que la vuelve inevitable… necesaria. Hay que exponerse. Gracias a la determinación para encarar estos peligros, surgen las estrellas, de las conexiones entre especies atómicas, uniones tan afortunadas como resplandecientes.

Ahora cabría aclarar algo más: el átomo no existe. Sólo se observan conglomerados de partículas que, tal vez, al principio fueron átomos, en esa utopía de estar completos, porque eso es, pero subsisten con un ligero desequilibrio, los iones, y a esa condición original de integridad aspiran, de ahí la tendencia de dar o recibir, para recobrarla, al menos un momento.

Alguien, Niels Bohr, investigador danés, lo soñó como un sistema planetario. Quizá sea cierto en alguna medida. Lo infinito se vuelve una proyección de lo invisible, los átomos, y la vida brota en el corazón del reloj de arena que comunica a estos dos universos. Es muy estimulante que estemos hechos de lo mismo que las estrellas, aunque ya habíamos probado que también podemos brillar.

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Paloma Robles Lacayo se define como La mujer del tiempo, La duquesa del Beso, Un imperio de mujeres junto al mar, Alguien indefinible. Contacto en: fuegoeingenio@yahoo.com.mx.