Con algo de cine, andar la vida (un fragmento)

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Guanajuato, Gto. 07 de abril de 2012.- En días pasados, Jorge Olmos Fuentes (escritor, poeta, resenista de cine, facilitador de constelaciones familiares) presentó en el Auditorio Euquerio Guerrero de la Universidad de Guanajuato, la conferencia Con algo de cine, andar la vida. Un texto en el que su autor explora la influencia del cine en el vivir, a veces pasajera a veces incisiva, en ocasiones festiva y moldeadora, en ocasiones imposible de mirar, pero siempre como una parte esencial de lo cotidiano, del mirar la vida su propio paso. Expuesta en el marco del Tercer Festival de Cine Europeo dentro de la 54 Feria del Libro y Festival Cultural Universitario, se reproduce en seguida la parte IV de dicho texto.

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Con algo de cine, andar la vida

Jorge Olmos Fuentes

IV

Pero ya entonces (años ochenta del siglo pasado) comenzaba a despuntar el afán de informarse, de conocer los propósitos de una película. Barruntos apenas, pero fruición en el visionado de filmes. Comenzaban a aparecer en el horizonte las sugerencias de sucesos fílmicos nacionales e internacionales, cuyo acontecimiento llamaba la atención y movía el ánimo a su conquista. Y sí, sobrevino todo lo francés, y creció también el ansia de componer literatura, y por ese camino el anhelo de desentrañar toda obra de arte, incluida una película. El salto se originó en la literatura y se expandió hacia lo fílmico.

Ya para ese tiempo, por obra de la política cultural descentralizadora, uno podía vivir múltiples experiencias en ciudades medianas de Guanajuato, y de otros estados. Teatreros, intérpretes de música, escritores, y un largo etcétera, pudieron llegar a numerosas ciudades y generar inquietudes, abrir caminos a la sensibilidad, y sembrar la inquietud para promover iniciativas en los propios estados. Para entonces, Guanajuato capital era un centro cultural importantísimo, donde se realizaba el Festival Internacional Cervantino, donde se publicaba un periódico de alcance estatal, donde se editaba una revista de creación literaria y reflexión, como Pretextos, donde la Universidad de Guanajuato realizaba ciclos fílmicos bien relevantes. La ciudad de México constituía la meta de un trayecto de acercamiento y apreciación de las artes todas.

De esta manera entré en contacto con la obra de cineastas de todo el mundo, y se abrieron de par en par las puertas de la creación fílmica para mostrar su amplitud de miras en el campo sensible y tocar así algunas de las cuestiones más candentes del género humano. Seguir el paso de la evolución fílmica no es cosa fácil, dado que requiere una consagración exclusiva; mas como iba montado en la cresta de mi juventud, la tarea no fue difícil, por el contrario. Entonces quise participar de las posturas plásticas y críticas de Peter Greenaway,  intenté apropiarme de sus propuestas, de su manera de concebir el arte, mientras consumía sus hallazgos en música y en el arte de la composición. Fueron varios años de agitación sensible en un mismo tiempo contemporáneo, cuya culminación llegó en el año 2000, cuando se programó su obra “100 objetos para representar el mundo” en co-autoría con Saskia Boddeke. Abrumado por la osadía de Greenaway, entonces escribí: “Aunque data de 1997, el montaje desestructura la percepción de quien mira: es teatro con elementos cinematográficos con cualidades de la composición plástica con las posibilidades de las tres dimensiones escultóricas con los aportes de música incidental con el anvés de la interpretación operística (voces que no cantan, por el contrario están distorsionadas) con la incorporación de las utilidades de software multimedia con efectos especiales que acentúan la ironía o confieren carácter plástico a la actuación”. Imposible negar lo evidente.

Creí también en los postulados del Grupo Dogma y procuré mantenerme al tanto de lo que hacía este emergente modo de hacer cine, que fue concebido como un sabotaje y una operación de rescate para recuperar la pureza del cine. Dogma 95, dijeron, se alzaba contra el aburguesamiento de la nueva ola, contra la falsedad del cine de autor, contra la cosmetización del cine para crear ilusiones dramáticas, mientras propugnaba la democratización fílmica gracias a la tecnología y la necesidad de uniformar los filmes pues juzga al cine individualista como decadente. Aún recuerdo con buen sabor de boca que varios realizadores daneses formularon un manifiesto y redactaron un Voto de Castidad, una suma de reglas dirigidas a alumbrar un cine diferente. Los daneses Lars von Trier, Thomas Vinterberg, Søren Kragh-Jacobsen, Kristian Levring, Lone Scherfig, y los suecos Åke Sandgren y Natasha Arthy, suscribieron este movimiento. Especialmente me interesaba ver cómo resolvían, con más y con menos apego, la exigencia de que el rodaje debía realizarse en exteriores, prohibición de producir el sonido separado de las imágenes y viceversa, el requisito de sostener la cámara siempre en la mano, el decreto de que la película tenía que rodarse en color sin iluminación especial, la proscripción de los trucos y el empleo de filtros, la exclusión de las acciones superficiales y de muertos, armas, y efectos parecidos, la prohibición de los cambios temporales y geográficos (es decir, la película sucede aquí y ahora). Supuse que Dogma 95 haría época y me sentí afortunado de ser partícipe, incluso como espectador, de esta renovación ya que en el ámbito fílmico es tan difícil emprender acciones en verdad renovadoras. Sin embargo, más allá de Lars von Trier, el grupo parece haberse disuelto, así como sus propuestas no figuran como moneda circulante. La celebración de Thomas Vinterberg, Mifune de Søren Kragh-Jacobsen, Viva el rey de Kristian Levring, Rompiendo las olas y Bailando en la oscuridad de Lars von Trier, son algunos de sus productos.

Por intereses propios, vi con ojos entusiastas el cine del Oriente, sobre todo el de Irán, Israel y algunas repúblicas norteasiáticas, y de otros confines. Y sí, me quedé prendado de su manera de narrar, de esa particular ingenuidad, y de cómo logran intercalar con naturalidad cuentos de enseñanza. Pero al mismo tiempo de ese asombro fue posible reconocer, ya en los créditos, las recurrentes aportaciones de compañías e instituciones europeas a la elaboración de esas películas a manera de patrocinios, ayudas, o participaciones. Nadie desconoce que en ese sentido Europa ha sido generosa, si bien ahora mismo esa dadivosidad ha de estar en capilla, si no es que en franca retirada, vistas las condiciones financieras del llamado Viejo Continente. Así que no resulta sencillo olvidarse de filmes como El color del cielo, El sabor de las cerezas, Kandahar, Baran, El globo blanco, entre otras, cuenten o no con aportación europea.

Y también tuve ocasión de guardar en la memoria cintas para recordar pasado el tiempo. Filmes como Tuvalu, La eternidad y un día, Baraka, El color del cielo, El sabor de las cerezas, Voces distantes aun vivas, Todos los caminos llevan a casa, El libro de cabecera, Historias en la cocina, Las invasiones bárbaras, Hombre muerto, permanecen con su huella indeleble en alguna capa de mi sensibilidad. Y de los cineastas, mejor ni hablar, porque son tantos y tantas sus películas, que hace falta respetarlos a todos.

Quiero mencionar especialmente la cinta El sol del membrillo pues la película, filmada en 1992 por Víctor Érice, constituye un formidable alegato acerca de la composición artística y los dones de la amistad, y la propia percepción del tiempo que transcurre y se vuelve experiencia e imposibilidad, y sobre tantas cosas más. Además de la propia concreción fílmica, con ella conocí al pintor Antonio López y es día que no dejó de atender a las noticias que conciernen a su trabajo, siempre prometedoras, con la consecuente gana de ver una obra más de un cineasta que no ha filmado en su carrera sino apenas unos cuantos largometrajes.

También quisiera referirme a Los amantes del Puente Nuevo de Leos Carax. Una película de 1991, con Juliette Binoche, que me hizo mirarla, admirarla, luego reconocerla como una compañera de generación, y seguir admirándola en filmes como Azul, quizá el último de ese tramo de belleza desgarrada y profunda. Tanto fue así el destello provocado que escribí para ella una carta nunca enviada. En estos afanes me siento respaldado por las iniciativas similares, salvada toda proporción, de Efraín Huerta con respecto a María de los Ángeles Felix y Blanca Estela Pavón, a quienes forjó sendos poemas; de Alfonso Reyes con respecto a Dolores del Río, a la que escribió un poema; de Francisco Hernández, quien escribió un texto a propósito de Brigitte Bardot; de Ernesto Cardenal, cuyas palabras pulsaron la belleza de Marilyn Monroe, y de otros más, seguro, también cautivos de estos deslumbramientos a 24 fotografías por segundo. A la letra, un parte de mi carta para Juliette Binoche dice: “En el fondo de usted habita un árbol hermoso que se llena de hojas o, delicado, se desnuda de ellas según el paso de las estaciones, en cuyo ramaje se dejan ver uno que otro nido, pequeñitos, y en cuya corteza hay incisiones antiguas, bien marcadas. Cuando usted actúa ese árbol a veces se asoma. O extiende una rama, o deja caer una flor, un fruto, de pronto un pajarillo muerto. Aunque usted sonría mucho o ría a carcajadas, no deja de sentirse triste porque piensa en ese árbol cautivo y lo compadece. ¿Pero qué haría usted si de pronto lo dejara salir para plantarse en el jardín de su casa? Tal vez, usted sí, se marchitaría poco a poco. Por eso hace bien en dejar que el árbol sólo se asome de ven en cuando y que muestre alguna de sus incisiones.”

Me parece imposible despedirme de este lapso sin dejar de señalar que la actitud crítica, militante y combativa, ocupó también una parte destacada. Esa posición en que se mezclaba la lectura del periódico de izquierda, con la observación de ceño fruncido de la realidad circundante, y que se alimentaba con filmes críticos, reflexivos, enojosos, centrados en la desgracia de los desfavorecidos, en el ánimo de desentrañar las corruptelas de los poderosos, de mostrar el día a día de los migrantes o de las víctimas de alguno de los flagelos sociales de nuestro tiempo. Con este tipo de cineastas uno podía sentir que era parte de un grupo compacto, de un grupo vigilante en todo el mundo, atento a extirpar de una vez las injusticias, o cuando menos a denunciarlas. Ese también fue un tiempo de riqueza.