Las cosas como son

Sexualidad en el vivir diario

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Uno de los hechos más hermosos y trascendentes del vivir es la sexualidad. A través de ella emerge la sensación de lo que uno es, en tanto mujer u hombre. Es decir, uno siente como siente porque es hombre o porque es mujer, en principio. Uno mira el mundo y percibe la vida desde la seguridad que otorga el ser hombre o mujer. Después vienen los añadidos que brindan la educación familiar, la instrucción escolar, la experiencia acumulada, y todo lo que se quiera.

En segundo término, a través de la sexualidad cobra forma también la posibilidad de una relación trascendente, mediante el encuentro con alguien del sexo opuesto, cuyo fruto mayor es la procreación. Y procrear un hijo es una contribución a la economía del universo. De ahí que Hellinger no dude en señalar que la grandeza de la sexualidad es mayor que la del amor. La razón es que el amor puede ser muy sublime, intenso, inmortal, pero eso no basta para generar más vida. En cambio, la sexualidad puede originar más vida incluso con un breve encuentro.

Y por supuesto que a nosotros nos interesa la procreación, la permanencia de la vida, pues en ese discurrir fuimos dados a la luz. Mejor todavía si el amor se hizo presente en el momento de nuestra procreación. Podría decirse en este sentido que la sexualidad constituye una base magnífica para las relaciones entre las personas. Sin embargo no todos tenemos a la mano la posibilidad, a veces de percibir a cabalidad los matices de nuestra propia sexualidad, a veces los signos de la sexualidad de quienes nos rodean, y entonces se empobrece nuestra experiencia vital.

Frases como “no se quedó conmigo mi pareja, sorprendí en la infidelidad a quien creí me amaba, no hemos podido procrear, me ven mal los hombres o no soy atractivo para las mujeres” reflejan ese empobrecimiento, esa falta de magnitud, una especie de carencia. A esa vivencia debe añadirse la constatación de que, si bien me doy cuenta de lo que no puedo o no tengo, no siempre se tiene al alcance de la mano la pieza que ajuste, es decir el modo de arreglar o reactivar aquello que no rinde a su cien por ciento.

¿Qué hacer entonces? De acuerdo con lo observado en la consulta, en muchos de los casos la inhibición de la sexualidad, o la represión de la misma, sea la propia sea la de otros (como una pareja, los hijos, los alumnos, los trabajadores), está muy relacionada con asuntos de la infancia, hechos vividos en los que quedó claro que ser hombre o ser mujer a cabalidad tenía sus inconvenientes o era necesario dominarlos o sería mejor no vivirlos.

Una madre que padece los arrebatos de su hombre, una mamá que enferma de gravedad durante al alumbramiento, un papá que se va de casa por seguir otro amor, una hija que se enfrenta al padre para que no ofenda a su mamá, algún hijo o hija que debe hacerse cargo de la familia ante negligencia o enfermedad o muerte de alguno de los padres, muestran algunas de las situaciones de las que se deriva precisamente esa falta de poderío en sexualidad.

De ellas se desprenden seguridades interiores y compromisos que no se mantienen al frente en nuestra memoria, pero que sí permanecen como mandatos interiores, por ejemplo: “los hombres dañan, por lo tanto no seré de ninguno”, o bien “las mujeres casi mueren si procrean, así que no seré madre”. Y hay incluso otros más devastadores. Pero es que fueron concebidos como percepción y como precepto con la experiencia de un niño, casi un bebé en ocasiones, cuya fantasiosa imaginación y escaso conocimiento de las cosas mundo se entremezclaron para dar como resultado una actitud de reserva, de negación, y aun de enojo con lo que se es.

¿Cómo ser mujer a cabalidad con ese freno de mano activo? ¿Cómo ser un hombre en plenitud con ese inquebrantable vivir contenido? No se puede. ¿Qué se hace entonces? De entrada, reconocer las cosas como son, como uno es y lo que hace. En seguida, desde lo más profundo de uno agradecer a cada uno de los padres y a los dos por la vida que ya se tiene, del modo que sea o haya sido, incluso con una reverencia que puede llevarnos hasta el mismo suelo.

Por último, sentirse, asentir a la condición básica, de que se es hijo-hombre como papá, e hija-mujer como mamá, pues solo de este modo, sin ningún reclamo o reserva, el ser hombre de papá llega al hijo y el ser mujer alcanza a la hija, y les da la posibilidad así a ambos de vivir lo suyo como les corresponda si necesidad de querer reparar o cobrar el daño anterior en una pareja que nada tuvo que ver con nuestra historia, y a la que podemos dar lo que somos, hombre o mujer, en su cien por ciento, para tomar de él o ella lo que es, hombre o mujer, en su cien por ciento, y entonces, pleno cada uno, conseguir un enriquecimiento mutuo, que acaso desemboque también en la materialización de un hijo.