El río de las letras

Lluvias como hoy, desde siempre

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Los días como hoy me gustan porque me acuerdo de cuando vivía lejos y todo era tan trágico pero me sentía tan libre, con tantas ganas de ser y saberme yo un ciento por ciento, sin miedo y sin máscaras, pues de todos modos allá nadie me conocía y por eso podría ser quién yo quisiera, podía ser yo, me daban ganas de ser yo y no ser nadie más. No había nadie más aunque viviera en una ciudad tan grande; estaba sola todo el tiempo, ya fuera en la escuela, en el trabajo o en la casa.

Esta lluvia como torrencial que todo lo moja y al mismo tiempo lo limpia, me recuerda esas tardes sentadas en el café de la esquina mirando cómo la calle se convertía en río y cómo los árboles se caían en cualquier esquina, rendidos, no sé si a la lluvia o a la ciudad, pero a cada rato caían en cables, no había luz, paraban el tráfico y me daba cuenta del desequilibrio que se produce cuando creamos cosas y queremos que convivan con la naturaleza, como si pudiésemos incorporar nuestra inventiva imperfecta a un mundo creado en total perfección.

Siendo honesta, creo que desde que me fui no había pensado mucho en si extraño o no la ciudad, no me dio tiempo para pensar. Volví y no hubo pausas ni momentos para mirar atrás, no quise pensar. Siempre, cuando pienso demasiado, algo sale mal; es eso a lo cual llaman inseguridad y yo soy muy insegura pues para dar cualquier paso pienso cuidadosamente dónde debo poner el pie, si está puesto correctamente o, incluso, si era en esa dirección el camino.

Desde siempre he sido de esas personas a las cuales otros deben empujar para hacerlas avanzar o de lo contrario no se mueven, tampoco retroceden pero se quedan quietas en el mismo lugar, esperando, apreciando el movimiento exterior, inertes, pensando, analizando, inútiles contempladoras del mundo, maravilladas y horrorizadas, todo en un momento, quizás por eso tanta confusión ante la vida, por esas emociones que se agazapan y se atropellan unas con otras.

Cuando era niña, las cosas tampoco eran claras. Viví y crecí en un hogar con reglas y acciones de disciplina muy estrictas pues en mi casa no había margen para los errores, éramos personas especiales y, como tal, debíamos ser diferentes. A pesar de esto, yo no me sentía especial, me sentía rara, me sentía excluida y por eso, quizá toda mi infancia la recuerdo en soledad pues no tenía amigos, solo gente que me miraba mal por no ser católica, por tener padres divorciados, por no ver ni novelas ni fútbol y además por no vestir ni actuar como ellos creían era lo correcto. Yo no quería sentirme especial, solo quería ser como todos, una oveja más del rebaño, hasta que crecí y me di cuenta de cómo ni queriendo podía encajar con los demás, pues aún mintiendo en todo sobre mi vida con el fin de pasar desapercibida, había algo de lo cual todos se daban cuenta.