Hace unas semanas me encontré a mi profesora de filosofía de la preparatoria en el transporte y, al verme ocupada maquillándome para la foto que debía tomarme ese día, comenzamos a reflexionar sobre la presión social que se ejerce sobre esa práctica.
En una mirada superficial, pensaríamos que tan sólo se trata de un simple acto de vanidad en el cual resaltamos nuestras virtudes y ocultamos los defectos, tan sólo para parecer, dentro de nuestros parámetros de edad y modelos a seguir, más hermosas de lo que en realidad somos ¿Pero se trata solamente de gustar a los demás y de gustarnos a nosotras mismas?
Resulta que, tristemente, ser bella actualmente implica lucir una edad estática, es decir, parecer adultas, pero no viejas y además no lucir cansadas; ambas concepciones están relacionadas con la idea de un estatus obtenido a través de un supuesto proveedor para el que nos mantenemos jóvenes a cambio de la liberación del trabajo, formal y doméstico, por lo que debemos lucir descansadas eternamente.
Evidentemente el modelo social en el que se sustentaba este paradigma está totalmente caduco, pero nosotras seguimos ocultando inconscientemente la soltería y la autosuficiencia porque aún implican un estigma, a la vez que debemos disimular la juventud excesiva si queremos trabajar y ser tomadas en cuenta.
Como ejemplo pondré a mi misma maestra, que siendo completamente independiente, además de brillante en su preparación y en su desempeño, me confesó que tiene que lucir arreglada en el salón de clases para que la respeten los alumnos y además me dio un consejo: si quería liberarme, aunque sea eventualmente, de la obligación del maquillaje: “píntate solo la boca, con eso aparentas un arreglo completo y casi no quita tiempo”
No eché en saco roto la recomendación, me compré un labial llamativo, a mis casi treinta años aprendí a utilizarlo y los resultados han sido sorprendentes, pues vestida y peinada igual que siempre ahora me llama “maestra” la población con la que trabajo,