Entre caminantes te veas

La casa de las muñecas

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Tenía una larga lista de falsos amigos y amores fallidos. Su corazón estaba plagado de cicatrices.

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Serafina se despierta a las cinco de la mañana todos los días, esa costumbre se le quedó desde que tenía vida laboral. En ese tiempo no había más remedio que hacer los trayectos a pie, lo cual tampoco es que fuera un tormento, la verdad es que siempre le gustó caminar porque eso le daba oportunidad de saludar a la gente, de observar el paisaje y pensar. Siempre fue una mujer activa, comprometida con su trabajo y propositiva, lo cual la ayudó a escalar posiciones rápidamente. Llegó a ser  respetada e importante.

Esto la hacía sentir orgullo de sí misma aunque también muchas veces tristeza porque no faltaba quien se acercaba a ella fingiendo amistad y cariño cuando al final solamente la usaban para escalar posiciones, o simplemente como un juego personal para ver hasta dónde llegaban a través de ella olvidándose muy pronto de los compromisos y de la fraternidad.

Tenía una larga lista de falsos amigos y amores fallidos. Su corazón estaba plagado de cicatrices. Sin embargo, siempre se  negó a cambiar. Pensaba que dejar de creer en los demás era amargarse, que no tenía caso seguir viviendo sin prestar atención al prójimo.

En estas condiciones alcanzó su jubilación. Pasaba los días prácticamente encerrada en su casa sin que aquellos amigos a los que siempre les tendió la mano vinieran a hacerle compañía. Nunca se casó, no tuvo hijos, sus padres habían fallecido años atrás, de manera que aquella casa resultaba demasiado grande para contenerla y muy pequeña para guardar la inmensidad de su soledad.

Fue entonces cuando llegaron ellos, sus compañeros de días y noches: sus muñecos. Comenzó a hacerlos una tarde cuando, cansada de tanta ociosidad encontró aquellos retazos de telas al fondo del armario. De ellos nació  Natalia, la de las trenzas rubias de estambre. Luego vino Antonio con su pantalón de mezclilla y su arracada en la oreja izquierda, era un rebelde ese chico. También estaba Esmeralda, la del vestido verde y anteojos de alambre. Y Ventura, la que predecía el futuro con su bola de cristal entre las manos.

Cada uno tenía una personalidad, sus propias características y forma de ser. Con ellos conversaba, eran ellos quienes la acompañaban y Serafina les contaba sus más íntimos secretos sabiendo que estaban a salvo con aquellos habitantes silenciosos; les quitaba el polvo y les buscaba sitios nuevos cada día. En el jardín, frente a la ventana, sobre las repisas, en la mesa de noche a un lado de la cama…estaban por todas partes. Ellos no traicionaban, ni la usaban, ni sabían de egoísmos o ingratitudes.

La gente comenzó a señalar su casa como la casa de las muñecas. Cada mañana Serafina, que desde las 5 se levantaba a limpiar y dejar todo listo, se sentaba en el sillón de la sala, ponía su música preferida y con aguja en mano comenzaba a coser y a unir aquellos trozos de tela que muy pronto le darían forma a lo que sería en unas horas un pedazo de alma que haría más ligeras sus horas. No les ponía ni una gota de pegamento, cada centímetro era cosido y bordado. El hilo era lo que sostenía sus almas.

Y mientras le daba forma a aquellos cuerpos y a aquellos rostros, sonreía. Porque sabía que estaba dejando una parte de ella misma en cada creación. Entonces volvía  a sentirse niña y su inocencia florecía  a través de sus manos. Serafina comenzaba a cantar sin darse cuenta entre puntada y puntada. Cuando reunía una buena cantidad de muñecos, con mucho cuidado los colocaba en una caja. Ahí iban los morenos y los blancos, las de vestido regional y aquellas muy modernas, los que representaban una profesión y los que simplemente sonreían. Muy pronto la caja quedaba copada por cabellos rubios, negros, chinos, lacios, trenzas y chongos. Los despedía con cariño, agradecía su presencia y salía muy contenta con aquel inmenso tesoro entre sus manos para llenar otras manitas con él. Las de niños y niñas sin recursos que las recibían felices y con los ojos llenos de luz.

Serafina volvía  a casa con el corazón repleto de gozo, se prometía descansar un poco pero no terminaba aquel día sin que las telas volvieran a cubrir la mesa para que aquellos dedos dadores de vida comenzaran a moverse sobre ellas para darles forma y hacerlas vivir.