El espacio de Escipion

La sociedad de la desesperanza

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“Los pesimistas se reclutan entre los ex esperanzados, puesto que para tener una visión negra del mundo hay que haber creído antes en él.” De esta forma leíamos las reflexiones de un personaje de Ernesto Sábato, el cual podríamos ser cualquiera de nosotros en este momento, en la actual circunstancia por la que atraviesa la humanidad y que estamos viendo desvanecerse toda señal de esperanza.

En El Túnel, de Ernesto Sábato, nos cuenta la historia de un asesinato de María Iribarne a manos de Juan Pablo Castel, quien la había idolatrado al nivel de la obsesión y la feligresía. Al matarla, también aniquilaba la única persona que le daba actos de fe, de esperanza, de comprensión y sanación. Esta obra dibuja nuestra sociedad mexicana actual, envuelta en la alta expectativa que generan en campaña y que la realidad, fría y contundente, la convierten en desesperanza.

Los mexicanos hemos estado atrapados en la estridencia inducida por la clase política, dando demasiado peso a los errores del pasado; ese pasado al que culpamos de todo y que han limitado nuestra visión entre lo bueno y lo malo. El pasado malo contra el futuro bueno, concebido como tierra prometida, que se traduce en desilusión, desencanto, desesperanza y, sobre todo, temor. Resultado de esa confrontación interna —pero a la vez colectiva— nos es la pérdida de confianza y de identidad, dejándonos en un estado permanente de nervios, angustia, y como si fuéramos el Castel de Sábato, terminamos siendo seres malvados atrapados en un túnel donde nos devoraremos lentamente.

La situación no es para menos, pues llevamos lustros desgastados entre la corrupción, la violencia y una democratización que a veces parece empeorar nuestra percepción sobre el valor de la política como instrumento para avanzar como sociedad. La deuda social con los más pobres frente al gasto “exorbitante” de los partidos, por ejemplo, es una de las razones del enojo. Las listas de los millonarios frente a las cifras de subdesarrollo y saqueo frente a las necesidades apremiantes de la población, nos generó el odio colectivo y el desprecio a las élites. Los valores del mercado nos obligaron a estar en permanente competencia, pasando de una sociedad desescolarizada a una escolarización para vendernos, y la meritocracia como fórmula de tener un espacio asegurado en los sectores públicos y privados.

Tenemos lustros viviendo en una crisis que parece permanente. De la llamada “docena trágica” del Estado benefactor y paternalista setentero a la era neoliberal mexicana, que abandonó la cohesión social. Octavio Paz decía en El ogro filantrópico que “los liberales creían que, gracias al desarrollo de la libre empresa, florecería la sociedad civil y, simultáneamente, la función el Estado se reduciría a la de un simple supervisor de la evolución espontánea de la humanidad. Los marxistas con mayor optimismo, pensaban que el siglo de la aparición del socialismo sería también la desaparición del Estado. Esperanzas y profecías evaporadas: el Estado del siglo XX se ha revelado como una fuerza más poderosa que la de los antiguos imperios y como un amo más terrible que los viejos tiranos y déspotas. Un amo sin rostro, desalmado y que obra no como un demonio sino como una máquina”.

Así cerramos el siglo XX y este ya muy caminado y envejecido veintiuno no hemos cambiado mucho, porque depositamos en la clase en el poder toda la responsabilidad para sacar adelante a la sociedad y no, como ha pasado, en dejarlos que reproduzcan las acciones de gobierno en bienes políticos particulares en favor de su proyecto partidista o de grupo y no en construir el andamiaje social para que todos podamos participar y salir adelante.

En el país, cuando las cosas andan mal y no mejoran, se experimentan sentimientos negativos que atentan contra la esperanza depositada en esa clase dominante del momento, pero, sobre todo, se pierde la fe en la colectividad, tan necesaria esta para enfrentar los problemas que suceden a diario en nuestra individualidad, nuestra familia y nuestra colectividad. Digamos que el ancestral “tequio” se va aniquilando junto a la esperanza. Decía José Ortega y Gasset que “todo lo que hagamos sea con entusiasmo y no por obligación, pues qué triste sería ubicarse en esta última elección”.

De cara a la serie de problemas que están por estallar y que nos negamos a ver, pues es claro que estamos sentados en una olla de presión derivado de la crisis multifactorial del Covid, debe ser la ciudadanía la parte clave de cualquier estrategia gubernamental, porque si algo ha demostrado la historia, es que entre más ciudadanía más amplia es la transformación, colocando en primer lugar a la sociedad y no a los intereses de partidos, forzando a que el sistema sea más receptivo y más aprehensivo en sus demandas y propuestas. La ciudadanía entre más participativa y demandante, es tratada de mejor manera y más respetuosa por el poder político. Más ciudadanía, es la clave para recuperar la esperanza.

Regresando a Sábato, en Sobre Héroes y Tumbas, hay otro pasaje que nos abre a la reflexión sobre el motivo este artículo contra la desesperanza: “Los pesimistas se reclutan entre los ex esperanzados, puesto que para tener una visión negra del mundo hay que haber creído antes en él y en sus posibilidades. Y todavía resulta más curioso y paradojal que los pesimistas, una vez que resultaron desilusionados, no son constantes y sistemáticamente desesperanzados, sino que, en cierto modo, parecen dispuestos a renovar su esperanza a cada instante aunque lo disimulen debajo de su negra envoltura de amargados universales, en virtud de una suerte de pudor metafísico; como si el pesimismo, para mantenerse fuerte y siempre vigoroso, necesitase de vez en cuando un nuevo impulso producido por una nueva y brutal desilusión.”

Vayamos pues, por más ciudadanía, para remontar la adversidad y recuperar la esperanza de transformar nuestros proyectos de vida y de país.