El Laberinto

Gato en el pasillo

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Para Mon, por toda la ayuda

Y ahí estaba, todo su largo y peludo ser tendido en el pasillo de la cocina, sus ojitos de canica abiertos como platos, la respiración agitada. Mientras lo observaba desconcertada, lanzó un maullido desgarrador, habiendo sido él casi siempre demasiado perezoso hasta para hacer ruido.

Primera visita al veterinario, por la sensación de emergencia se optó por el más cercano y la atención fue, en resumen: analgésico, solicitud de radiografías para respaldar las malas noticias, el diagnóstico que nos hizo pensar en las señales que había dado, y una triste confirmación de que su vida, antes de vivir con nosotros, no había sido tan dulce pues tiene algunas secuelas de maltrato.

Estar acostadito, tratar de huir para esconderse y escapar neciamente de la cobijita que le queríamos poner debajo para que no pasara el frio, se convirtió en su actividad cíclica de las siguientes horas, de comer ni hablar y eso que es un gordote profesional con un olfato de ensueño. Todo para rematar con fingir su muerte por la mañana o tal vez quemar, sin que lo notáramos, alguna de las múltiples vidas que se le atribuye a su especie.

De nuevo al doctor, en el punto de seguridad pandémico escuché a otro dueño responder a la interrogante del nombre de su mascota con un rotundo “no es mi mascota, es mi hijo” que primero me sacó una sonrisa maliciosa y después me hizo pensar en el papel de las mascotas en nuestras vidas, de todo lo que volcamos en ellas. Supongo que la angustia me puso sentimental.

Esperar un hueco porque no tenía cita, mientras mi mascota (decidí después de pensarlo un rato que lo de hijo me parecía un tanto sobrado para mí) observaba a los demás peluditos. El padre del gato-hijo lo dejó en libertad y el persa de 17 años deambulaba por la tienda buscando amor, mientras yo platicaba con él de gatos, entró a consulta y al salir  se detuvo para acariciar con mi permiso a mi criatura y decirle que todo iba a estar bien, esas palabras cayeron como pomada en mí apachurrado corazón. También esperaba un adolescente muy delgado, que había hecho cita para su hámster de nombre Filemón, al que llevaba en el cajón de legumbres de lo que alguna vez fue un refrigerador y tapado con las rejillas de alambre forrado, supongo del mismo electrodoméstico, con el no platiqué porque se veía muy afligido.

Pasar y recobrar un poco de calma fue casi  instantáneo y después de varios procedimientos, que afortunadamente no incluyeron el bisturí, lo devolví a su transportador un poco más decaído pero con esperanza. Ahora solo queda esperar y atenderlo en lo posible, tratar de pensar positivo, sabiendo cual es el problema y que algo hicimos para resolverlo, hablando en plural porque en ningún momento estuvimos solos y eso también aligero la tarea y amortiguo los golpes.

Ha servido de desahogo narrarlo, pero además trato de hallarle moraleja, para dignificar el proceso, para darle algún significado. Y es que los problemas son como un gato en el pasillo, ignoramos las señales y aunque nos escondamos el gato va a seguir ahí, empeorando en el tiempo que transcurre hasta que nos decidimos a mover las manos, aunque ahí debe de existir un punto medio, pues el susto puede provocar decisiones precipitadas, y no siempre adecuadas, que también pueden hacer el problema más grande o a perder, por la prisa, un tiempo muy valioso. Finalmente actuar cambia el estado de las cosas y lo demás es tiempo y fortaleza. Por lo menos ya no tengo al gato en el pasillo, ya podemos avanzar.