El Laberinto

Vomitando conejitos

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Todos hemos sentido ese nudo en la garganta, ese objeto que sube y que nos obstruye, pero afortunadamente no es un conejito como en “Carta a una señorita en Paris” (1951), tengo una fascinación con ese cuento de Cortázar pues cada vez que lo reviso le encuentro nuevas lecturas, como aquella de lo ominoso, de cómo algo tremendamente tierno, como lo es un conejito diminuto, se puede convertir en una pesadilla debido al secreto o a la misma destrucción que provoca  y es que la valoración del contexto es la que le da el verdadero significado a un hecho o a un ser.

El hecho de que a través de la rutina normalizara algo tan irreal, me hace pensar en todas las tonterías que damos por hecho, por inamovibles tan solo por verlas todos los días. La costumbre salva, le da estructura a nuestras vidas, pero también oculta la infamia, la monstruosidad.

Vomitar un conejito, vomitar varios, más de diez como lamenta el protagonista, es la representación de aquella ironía de terminar arruinando las cosas por miedo a arruinarlas, es ese señor que en mi adolescencia me preguntaba sin parar si estaba enojada y que a fuerza de puro tener que negarlo me enojaba de verdad, es ese amante ansioso que de puro preguntar si estas disfrutando, termina por arruinar toda posibilidad de goce, es ese amigo de la universidad que me quito la caguama temiendo que la tirara, tan solo para estrellarla contra el piso. Es el mismísimo padre de Edipo provocando su propia desgracia intentando evitarla.

El miedo a equivocarse, las ganas de que todo salga bien son aprensiones sanas y necesarias de alguna manera, demuestra que nos importa lo que sucede o las personas que tenemos cerca, bien cuidado puede incluso ser una dadiva o un alimento para otras personas, como los conejos grandes que regalaba a la señora de Molina, pero cuando se acumulan nos paralizan, nos quitan el sueño y terminan por destruir todo a nuestro alrededor y eventualmente a nosotros mismos.

El desastre sucede  cuando llega esa última gota que derrama el vaso, esa pelota extra que rompe el acto de malabarismo que es estar lidiando con todo al mismo tiempo y que por ser tan pequeña, vista desde afuera hace que quedemos como unos exagerados, porque nadie ve los otros diez conejos que cuidamos de guardar en el closet, donde no dañan a los demás y se evitan las preguntas incómodas, las explicaciones y entonces llega el desborde, se acaba la fuerza y sale el ejercito de conejos a hacer de las suyas.

Lo que más me llena de desesperación en el cuento, es la incapacidad que tiene de matar al conejo cuando aun es insignificante, de solucionar el problema en el comienzo, el apego a su propia destrucción, la cuestión de esclavizarse alimentándolos para después delegar la resolución a alguien más, lejos de nuestros ojos. Digamos que es un anti manual para lidiar con nuestras propias bestias, digamos que debería ser una lectura obligada.