El Laberinto

Tamal volador

Compartir

Ahí estaba, en uno de los días más helados de este invierno efímero y de fantasía que vivimos en la ciudad, después de mi jornada laboral, esperando el metro, mochila al hombro y  en la mano un tamal, después me vino la certeza de que si viajaba así de abrigada, al bajar en mi destino (¡ay qué profundidad para llamarle a la estación a donde me dirigía!) me iba a dar muchísimo frío, así que posé la charola cuadrada de unicel donde venía la barra energética prehispánica sobre un barandal y procedí a quitarme la chamarra, cuando precedido de una poderosa ráfaga de viento llegó el metro, mandándolo, por la ligereza del contenedor y la inestabilidad de la superficie, a volar con sus alas de hoja de plátano. No había tiempo de lamentarse, solo de abordar con la prenda todavía colgando y puesta en  un brazo, el esperado transporte.

Y podríamos pensar que se trata de una tragedia tan solo equiparable con ver la bicicleta de los tacos de canasta partiendo antes de degustar sus manjares, de que tu elote pegue un salto suicida, no nuevo porque así no sabrías de lo que te perdiste, si no después de dos mordidas cuando ya constatamos que está tierno y sabroso, como llegar a tus tacos favoritos cuando ya están lavando la parrilla, pero antes de seguirles abriendo el apetito con la gastronomía callejera, he de confesar que lo único que sentí fue alivio.

Era día de la virgen, cosa que a mis empleadores no les importó porque es un estado laico, y la única usuaria que había aparecido por el centro, al que solo le faltaba un estepicursor para completar el desértico cuadro, había ido para regalarnos con dos tamales a cada trabajador y comerlos con nosotros, agradecida aunque viniese llegando de despacharme un basto desayuno de quesadillas al comal y cafecito de olla en un puesto aledaño, procedí a comerlo y lo hice con trabajos, no tanto por la saciedad si no por el asco que me había provocado. Hago una pausa aquí para jurar ante notario que no es que sea remilgosa para comer, si no que los huesos o cabellos no me parecen un relleno adecuado para este platillo.

Disculpándome, guarde el otro tamal para más tarde y lo dejé sobre un archivero mientras me subía a seguir pegando capas de papel crepe a las piñatas que estábamos preparando y a la salida casi lograba escapar de su cuerpo masoso y probablemente peludo cuando el policía de la puerta me dijo: «¡no se le vaya a olvidar su tamal señorita!» y tuve que volver por él no sin antes tratar de regalárselo, oferta que declinó por contar con su propio itacate.

De todos modos conservé la esperanza de que tal vez en las cuadras que me separaban del metro encontraría a algún menesteroso que lo recibiera con gusto, pero si algo sobra en una fecha así es la comida, por lo que considero completamente científico y prudente considerar ese viento, al puro estilo de aquella vergonzosa teleserie mexicana, como un milagro guadalupano.

Y así como me libré de tener que meter el tamal al refri en un ejercicio de autoengaño hasta que los hongos hicieran su trabajo y no me diera culpa tirarlo a la basura, me pongo a pensar en todas aquellas situaciones incómodas en las que nos metemos o nos meten por imprudentes o por ignorantes y que aceptamos por cortesía, por vergüenza o por pusilánimes. Tal vez porque creíamos que era lo mejor hasta que vimos que estábamos masticando algo con mucho más asco que ganas, o porque temimos levantar indignación por rechazar algo que de primera impresión es bueno y que solo quien lo está saboreando sabe que no. Agradezco que existan vientos que a veces nos hacen salir bien librados de esto casi sin mover las manos, pero sobre todo deseo para todos tener la voluntad y el valor para no tener que necesitarlos.