Entre caminantes te veas

EL PAÍS DE LOS CAMINANTES ROTOS

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No se dan cuenta que en el país de los caminantes rotos todo está al revés: los buenos ahora son malos y a los verdaderos malos les va muy bien.

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Magdalena trabaja en una agencia de noticias, por sus manos y ojos pasan diariamente los sucesos recientes en el país. Y casi nunca varían: muertos, desaparecidos, corrupción, impunidad, dolor. Cada jornada resbalan por sus dedos las teclas que denuncian la asfixia cotidiana, la lenta agonía de los desaparecidos, la espera atormentada de quien lleno de dolor quiere que el sufrimiento termine, como sea, pero que termine. Afuera, la vida sigue su curso llena de caminantes  enmudecidos a pesar de no tener mordazas, inmersos en su rutina, viviendo tan de prisa que son incapaces de ver lo que explota ante sus ojos. No se dan cuenta que en el país de los caminantes rotos todo está al revés: los buenos ahora son malos y a los verdaderos malos les va muy bien.

Hasta que el espectador se convierte en víctima, entonces sí duele, entonces sí el alarido fragmenta el silencio y cae pedazo a pedazo el letargo. Pero de nada sirve, no suele durar mucho el impacto para los demás. Humo, distracción, indiferencia… y de pronto la víctima ya no es una sola sino que se ha convertido en dos, tres o veinte –dependiendo de la extensión de la familia- La vida deja de ser vida para todos ellos. El miedo rasga las paredes, el llanto empaña los cristales y afuera, la vida va deprisa, sin detenerse por nadie. Los gritos rebotan en las paredes de  esa pequeña cápsula en la que cada uno esta encerrado, acallando los murmullos que rasguñan el piso, el techo, los muros y que llaman a abrir los ojos, a defender el derecho a la vida y a la dignidad.

Esta noche, mientras Magdalena conduce el auto hacia su casa llora en silencio. Llora por todas las mujeres asesinadas con crueldad y sadismo que al final fueron llamadas putas aunque la mayoría de ellas no lo eran. Las lágrimas caen por todos esos niños torturados, violentados y negociados vilmente mientras el empeño está puesto en no ver, en no saber para no tener que hacer. Sufre por todos esos hombres buenos que jamás retornaron a casa porque su vida fue cortada lenta y pacientemente para después abandonarlos a veces desmembrados, siempre envilecidos y que al final fueron olvidados por la sociedad –nunca por los suyos-  porque era más cómodo pensar que seguramente eran parte de la delincuencia organizada. Para Magdalena era triste pensar en los rostros de tantos jóvenes desaparecidos, humillados, sobajados y torturados por los que nadie se preocupaba –excepto esas madres agónicas de tanto dolor- pensando que a fin de cuentas terminaban así porque eran delincuentes, drogadictos ¡jóvenes! ¿Desde cuándo los jóvenes –pensaba mientras el semáforo en rojo la obligaba a detenerse- representan lo podrido y no la esperanza de un país?

¿Y si en verdad todas las mujeres fuesen putas? ¿Y si todos los  jóvenes fueran drogadictos, delincuentes y facinerosos? ¿Y si todos los niños robados, violados, vendidos y asesinados hubieran terminando así porque sus padres fueron irresponsables al cuidarlos?… ¿En qué cambian las cosas? ¿Acaso las putas, los irresponsables, los drogadictos, los delincuentes, las víctimas de la negligencia, los necios y los retorcidos no son también seres humanos?

Finalmente llega a casa y se obliga a respirar profundo, a limpiarse los ojos para ocultar el llanto del trayecto. Se pinta los labios, se polvea el rostro para disimular el cansancio del día. La vida en su Barrio parece ser siempre la misma. Tan pasiva, tan igual.

Pero mientras camina hacia la puerta de su casa se dice a sí misma que no, que nada puede ser igual cuando se vive en un país de caminantes rotos. Quienes no se fragmentaron con el dolor en carne propia están cuarteados sin saberlo. Las grietas se vuelven cada vez más profundas porque el silencio también rompe. Y todos, incluso ella, callan. “Todos estamos jodidamente rotos” murmura antes de dar vuelta a la llave.

Al abrir la puerta Nerón corre hacia ella moviendo la cola y gimiendo de alegría, su hombre le da la bienvenida con un abrazo. La casa huele a café recién hecho, en silencio da gracias por ello. Su José Luis, con todo y sus 17 años recién cumplidos, le da las buenas noches sin apartar la vista de la pantalla de su computadora. Al siguiente día despertarían como siempre, desayunarían juntos como cada mañana y al despedirse no sabrán si lo están haciendo para siempre o no, si regresaran lucidos, completos, sanos…o no.

Quién puede asegurar que no serán ellos ahora los próximos caminantes sin rumbo que encabecen los titulares esa semana exigiendo llenos de impotencia, soledad y dolor: “Sano se lo llevaron, sano lo queremos.”